El sihogarismo no siempre significa dormir al raso. Tener un techo o una cama no es lo mismo que tener un hogar». La aclaración sobre este concepto, que en 2023 se incluyó en la RAE y que retrotrae a imágenes de pura indigencia, viene de Maricruz García-Heras, trabajadora social en el programa LuZiérnagas, destinado a mujeres víctimas de violencia de género, «que es la violencia que sufrimos las mujeres por el hecho de ser mujeres. Y no es sólo violencia física o ejercida por la pareja; también es psicológica y económica, también se produce por parte de otros miembros de la familia. Y esa violencia las deja sin un espacio propio y seguro, donde se sienten libres. Sin un hogar».Se trata de un recurso público gestionado por la Fundación Luz Casanova y puesto en marcha en 2021 por la Consejería de Familia, Juventud y Asuntos Sociales de la Comunidad de Madrid, a través del cual se realiza apoyo constante, además de acompañamiento social y psicológico vinculado al acceso a derechos, servicios sociales o asesoramiento administrativo. Se trata, al cabo, de encajar las mil piezas desparramadas del rompecabezas existencial de quienes se esconden de sus maltratadores: una madre a la que se le agota el tiempo de estancia en un centro de acogida; una inmigrante que pasa las noches de prestado en el sofá de algún compatriota; una antigua ejecutiva arruinada por el hombre con el que compartió su vida durante décadas y que, tras perderlo todo, incluso su casa, espera en una pensión a que le salga una plaza en algún piso compartido; una ‘interna’ sin contrato, pero con ‘plena dedicación’ a cambio de comida y alojamiento ‘gratis’… Mujeres que huyen, incluso de sí mismas. Mujeres invisibles.Es mediodía y en un luminoso piso del barrio de Chamberí se reúnen Maricruz, la psicóloga Ana Gil y la coordinadora de LuZiérnagas Ana Pérez con M. B., bonaerense de mediana edad, con más de 25 años de residencia en España y, como ella misma cuenta, «española nacionalizada con DNI y juramento de la Constitución». Y aunque le duele mucho recordar —«mirar hacia atrás no me gusta, pero es la referencia a donde no quiero volver», explica—, M. B. cuenta las consecuencias de una historia de violencia económica sobre ella de largo recorrido, soterrada, tejida como una tela de araña. Podría remontarse muchos años atrás, pero decide comenzar cuando viaja a Buenos Aires, poco antes de la pandemia, a ver a sus padres y hermano, sin la compañía de su expareja, que, dice, «quiso quedarse acá». «Yo trabajaba en el mundo del seguro privado, era coordinadora de un plan de asistencia en viaje. Y, por otro lado, tenía un ‘hobby’, que era el maquillaje, pero que me acabó reportando ingresos. A la vuelta del viaje empezó la pesadilla. De la noche a la mañana me encontré con mi casa sin suministros y embargada. Con deudas que traté de saldar, tapando agujeros aquí y allá… Pero todo el dinero que empleé en ello acabó en saco roto. La persona con la que compartía mi vida jamás me dijo nada de lo que estaba pasando. El momento en que recibí el embargo fue una locura. Por consejo de una amiga acudí a los servicios sociales. Y cuando se ejecutó el desahucio y me quedé sin casa, me alojaron en una pensión cerca de la Plaza de España. Estuve veintiún días en una habitación sin ventanas, sin poder pensar, paralizada, sin creer lo que me estaba sucediendo. Enfermé de covid y una insuficiencia respiratoria derivó en una patología coronaria. Estoy convencida que aquello era pura ansiedad. No podía respirar, no podía pensar, quería y necesitaba trabajar pero estaba muy enferma… Después de tres meses en el hospital me derivaron a un apartamento con dos hombres. Aquello era una bomba de relojería. Luego fui a otro apartamento con varias mujeres, una de ellas muy mayor, enferma de diabetes y en una situación lamentable… Todo me parecía una locura, nada tenía sentido. Había trabajado durante años y ni mi casa pude sujetar, sin nada de nada. Luche mal, con mi propio criterio contaminado, sin dirección por el pánico que sentía. Había tocado fondo… Pero fondo de verdad», cuenta. Y enfatiza aún más su profundo malestar: «Yo, que tenía una soberbia, que tenía una bronca, que tenía vergüenza… Yo olí la caca».Abrirse en canalLlegó a LuZiérnagas en 2021, donde la ofrecieron asistencia psicológica, acompañamiento, seguimiento… Pero, antes, recuerda, «me dijeron que me abriera en canal. Y eso es duro, porque necesitaba preservar una parte de mi dignidad. Me acuerdo que Maricruz me dijo: ‘Oye, lo único que tienes es techo y cama’. Y mi cabeza hizo ‘clac’. En ese desierto aparecieron las herramientas que me ayudaron a restaurar todo. Tomando consciencia y viéndome reflejada en otras personas. Las herramientas me han ayudado a identificar lo que me había pasado y cómo resolverlo… La aceptación fue lo más cruel, ya que tuve que aceptarme a mi misma y comprender todo lo pasado. Me han hecho ver que durante veinte años he sido víctima de violencia de género económica».Hoy, M. B. ha recuperado las riendas de su vida. Tiene su hogar en la localidad serrana de Cercedilla, en una habitación con una ventana a la montaña y en una casa donde paga su alquiler y en la que la aceptaron sin juzgarla ni presionarla. Trabaja en el aeropuerto de Barajas en el servicio de asistencia a pasajeros con problemas de movilidad. Y le encanta. Su vida es sencilla: trabajo, caminatas por la montaña y visitas a la sede de LuZiérnagas, donde ha recibido el alta psicológica, aunque sigue recibiendo asistencia social. «Hoy, quiero compartir mi presente, agradeciendo a la fundación Luz Casanova por esta labor. Me reinserté laboralmente, puedo pagar mi casa en un lugar que siempre me ha gustado, conocer gente nueva y con inquietudes similares a las mías. Estoy en el inicio de esta nueva vida, aunque hay días en que aparecen los fantasmas del pasado que dan miedo… Pero se puede, con paciencia, constancia y una dirección», termina Marce.Desde que se puso en marcha, el programa LuZiérnagas ha acompañado a 51 mujeres de manera individual y a 214 en acciones grupales de desarrollo personal, además de actividades de sensibilización que, bajo el nombre de Bientratándonos, alcanzan a 300 personas.Y Maricruz concluye: «Hay que visibilizar a tantas y tantas mujeres, más allá de las que viven en la calle, de albergue en albergue o en el aeropuerto. Todas ellas están en situación de sinhogarismo y tienen que recuperar el sitio que perdieron».

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