Volver a los brazos de mi madre

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En unas horas, subiré a un vuelo con destino a Lima, la ciudad del polvo y la niebla, la ciudad de la que escapé y a la que, sin embargo, siempre vuelvo. Llevo dos años sin visitarla. Si bien me hace ilusión pasar unos días allá, también me ataca el miedo y, corto de bravura, me pregunto si habré de arrepentirme.Viajo por dos razones que me parecen poderosas: la primera, que dos años son muchos sin ver a mi madre, pues ella tiene ya ochenta y cinco, aunque está espléndida, bien de la cabeza y mejor de ánimo, y extraño estar a su lado, ver el amor en su mirada y sentir cuando me mira que vuelvo a ser un niño y que nadie me ha amado como ella; y la segunda, que mis editores me han agendado una presentación en la feria del libro, un viernes al final de la tarde.Tengo miedo, sin embargo. Yo siempre tengo miedo. Tengo miedo a que el nuevo aeropuerto sea un caos, que el tráfico esté peor que nunca, que el frío me ataque por los pies y empeore la tos virulenta que arrastro hace semanas. Tengo más miedo a los ruidos: cerca del apartamento que poseo en el barrio de San Isidro, hay dos edificios en construcción, y temo que el lunes a las ocho de la mañana las obras se reanuden en esos proyectos inmobiliarios, y los ruidos martillen mi cabeza, me despierten a esa hora cruel y me impidan seguir durmiendo. Donde quiera que esté, en América o en Europa, yo duermo hasta la una de la tarde, y esa es una libertad no negociable. Si los odiosos ruidos del progreso y la modernidad se meten insidiosamente en mi cama y me torturan, no me quedará más remedio que salir de mi apartamento en pijama, manejar hasta un hotel, donde por las dudas ya tengo reserva, y refugiarme allí. Será el destino. Mi vida ha sido huir del ruido, de la gente ruidosa, de las multitudes ruidosas. En general, la gente que hace bulla es la más tonta, y la que habla a los gritos, la que menos debería hablar.Mi madre me ha hecho citas con sus médicos de confianza en una clínica cercana a su casa. Me apena contrariarla, pero no iré a ninguna de esas citas. No será la primera vez que la desobedezca. Si estoy enfermo, prefiero no saberlo. Por lo demás, toda mi vida he estado enfermo, mal de la cabeza, con trastorno bipolar entre otros males, y he encontrado la manera de convertir esas fallas genéticas, incurables, en señas de mi identidad, en extravagancias fecundas para hablar y escribir, en libros y programas. Mi obra creativa se ha desprendido siempre de mi enfermedad, de mis enfermedades. No me conviene curarme, tratar de sanar. Me conviene cultivar la enfermedad como si fuera un jardín interior, un bonsái, y dejar que ella decore mi vida: las palabras menesterosas que digo, las palabras pundonorosas que escribo, los sueños sombríos que persigo. Los médicos, por tanto, son mis enemigos, porque aspiran a que yo, un loco suicida, me convierta en una persona cuerda, sensata, normal.Si consigo dormir en mi cama o en la cama del hotel, si no me falta el aire, si no me estrangula la tos, trataré de cumplir mi agenda de escritor. No será una agenda liviana, menor. Cada noche, hacia las siete, llegaré a una librería de Miraflores, o de San Isidro, no muy lejos de mi apartamento, me reuniré con mis lectores y dedicaré dos o tres horas a firmar todos los libros que ellos me pidan firmar. Puede que no vaya nadie, el riesgo de estar a solas con mis editores y el gerente de la librería es uno que no puede descartarse: me ha ocurrido, aunque nunca en Lima. Me pasó en Ciudad de México en una librería del centro, hace veinte años, y fue un bochorno. También me ocurrió en Miami, hace muchos años, menuda humillación. Esos fracasos no se olvidan. Los éxitos, en cambio, se olvidan fácilmente, quizás porque uno siente que los merecía.El ritual de firmar libros es una delicada ceremonia que exige máximas reservas de paciencia y humildad. No lo hago tan mal. Tengo experiencia en el oficio. Debes mirar a los ojos al lector y hacerle preguntas y transmitirle una corriente de afecto que él no esperaba, como si fuese el mejor de tus lectores, el más estimable, el que no olvidarás. Debes sonreírle aun si no tienes ganas, aunque no te queden ya más sonrisas y te duela el rostro de tanto sonreír. Debes obedecer sus peticiones: si pide que te pongas de pie para la foto, te levantas; si pide que grabes un mensaje en su celular para una persona que el lector aprecia especialmente, lo grabas sin premura, sin atropellarte, sin quejarte; si te sugiere tal o cual dedicatoria que tú mismo no escribirías, le haces caso mansamente, aunque escribas algo tonto; si te dice que la foto salió mal y te pide una más, te avienes encantado a todas las fotos que el lector requiera; y si te pide firmar más de un libro, varios libros, ocho o diez libros al hilo, los firmas todos, uno a uno, sonriendo, como si estuvieras disfrutándolo; y si te alcanza un libro pirata, no le haces un desaire y lo firmas igualmente.La primera hora suele fluir sin demasiados sobresaltos para mí. Si en la fila hay unas doscientas personas, debes calcular que estarás firmando unas tres horas, porque cada persona te robará, como mínimo, un minuto, entre saludos, firmas, fotos y eventuales grabaciones. La segunda hora será más empinada, cuesta arriba, laboriosa. La tercera pondrá a prueba tu carácter: solo los profesionales sonríen después de firmar dos horas, y yo, modestia aparte, me considero un experto en el oficio de firmar libros desplegando mis dotes de seductor que, aunque esté cansado, sabe disimularlo y no lo demuestra. El verdadero desafío es atender a todos y que ninguno se quede en la fila sin la firma y la foto que tanta ilusión le hacían. Cuando has cumplido con todos, tal vez no te sentirás un mejor escritor, pero sí una buena persona. Podría decirse que el intercambio es desigual y que favorece al lector y menoscaba las reservas del escritor. Yo no lo veo así. Cuando firmo libros, en la feria o en una librería, no gano dinero, pues nadie me paga por hacerlo, pero el lector hace un esfuerzo considerable por acercarse a mí y yo, en cambio, hago el mínimo esfuerzo de firmar y sonreír para la foto. A veces el lector ha viajado desde lejos, ha tomado un avión o un tren o un colectivo, y ha esperado horas haciendo esa fila, y tiene hambre y sed y no le alcanzan cafés y bebidas azucaradas como me las ofrecen a mí, y por tanto hace un sacrificio considerable para decirme que me ha leído con placer, que aprecia mi trabajo, que mis libros le han mejorado la vida o hasta se la han salvado. Yo solo tengo que darle un apretón de manos, o un beso en la mejilla, o un abrazo, según sea su petición, y luego mi contribución se limita a firmar el libro y sonreír para la foto. Entonces, si el intercambio es desigual, lo es ciertamente en perjuicio del lector, de mis lectores, y en beneficio mío, del escritor. Más todavía, porque a menudo los lectores me colman de regalos, unos obsequios tan curiosos como impredecibles.En unos días sabré si el viaje a Lima confirmó mis peores temores, o si, contrariamente a mi habitual pesimismo, la ciudad del polvo y la niebla me acogió con sorprendente hospitalidad: sabré entonces si el nuevo aeropuerto es un caos, si el frío empeoró mi ya diezmada salud, si los ruidos me obligaron a refugiarme en un hotel. Sabré también si los lectores me acompañaron, o no tanto, en la feria del libro y las librerías. De una cosa sí estoy seguro antes de pisar Lima tras dos años sin visitarla: los momentos más felices son los que viviré con mi madre, en su casa, a su lado, volviendo a sus brazos y viendo en sus ojos todo el amor con el que ella me ha amado siempre, como nadie me ha amado ni me amará jamás.

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