Aún queda Estado en España

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Aún queda Estado en España

Hace un año que Carles Puigdemont entró clandestinamente en España, con la pretensión de asistir a la sesión de investidura del presidente de la Generalitat de Cataluña, Salvador Illa. Tras asomarse unos minutos en un escenario de guiñol para saludar a unas decenas de seguidores, Puigdemont volvió a escapar. Fue su segunda huida, con la que aún hizo más evidente la falta de épica en su relato victimista y su arrebato independentista. Y, por supuesto, hizo pública su cobardía personal, bien delineada por la coherencia de quienes, tan responsables como él de los delitos cometidos el 1-O de 2017, se quedaron y asumieron las consecuencias de sus actos, con condenas y encarcelamientos, aunque luego fueran beneficiados por indultos y amnistías. Un personaje así tiene, por principio, escaso caudal de activos políticos propios. Puigdemont solo es relevante en la medida en que Pedro Sánchez depende de los siete votos que Junts tiene en el Congreso de los Diputados. Entre ambos hay una coalición de indignidades que ha resultado muy lesiva para el Estado, de cuya estructura solo la Corona y el Tribunal Supremo –con la Justicia en su conjunto– han sabido mantenerse en sus posiciones constitucionales. De hecho, la única crítica directa del prófugo, en su largo mensaje en la red X, fue este viernes contra el Alto Tribunal, al que reprochó su «actitud golpista». Lo dice Puigdemont, un alzado contra la legalidad constitucional y la unidad nacional de España, quien limitó sus referencias a Pedro Sánchez a una suave queja por su «pasividad», una pura parodia de crítica.El líder de Junts, que sería inane sin la ambición desmedida de Sánchez por el poder, colecciona concesiones que han socavado la fortaleza del Estado para hacer frente a futuras intentonas golpistas del separatismo. Para neutralizar las condenas impuestas por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, Sánchez indultó a los responsables juzgados por el 1-O, eso sí, con unas memorias elaboradas por su entonces ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, en las que se decía que la amnistía era inconstitucional. Como el problema de Puigdemont no se resolvía con el indulto, porque aún no había sido juzgado, el Gobierno empujó al Parlamento a suprimir el delito de sedición y, luego, a reformar el de malversación de fondos, todo para adecuarnos a esa Europa de uso alternativo en la que se refugia Sánchez cuando quiere perpetrar alguna trampa legislativa. Como esas reformas no surtieron efecto y el Supremo mantuvo el procesamiento de Puigdemont por malversación, el Gobierno, el PSOE y los delincuentes condenados por el 1-O pactaron una amnistía ahora juzgada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) y que el Supremo no ha aplicado a los responsables de la asonada separatista de 2017, pero que ha sido bendecida por el Tribunal Constitucional (TC). Sánchez no ha dudado en poner al servicio de Puigdemont, pese a su nimiedad política, el Gobierno de la Nación, el Parlamento, la Fiscalía, la Abogacía del Estado y la presidencia del TC. Y se puede añadir la connivencia de los Mossos d’Esquadra, que facilitaron la impunidad de Puigdemont en su visita fugaz a Barcelona.Pero, aun así, el prófugo sigue sujeto a órdenes de detención dictadas por el magistrado Pablo Llarena ; no ha sido amnistiado porque el Supremo dice que la ley de Amnistía no se extiende a malversaciones con ánimo de lucro, como la suya; y está perdiendo su blindaje como eurodiputado por decisiones del Parlamento europeo y del TJUE. Lo que no depende de Sánchez es lo único que ha funcionado.

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