Condenados a arder

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Condenados a arder

Más de 69.000 hectáreas han ardido en lo que va de año en nuestro país, una de las cifras más altas de los últimos registros. Diversas regiones sufren incendios que ponen en juego patrimonio, naturaleza y vidas humanas. Pese a la gravedad de la amenaza, somos testigos de un lamentable juego político en el que el Gobierno usa las llamas para calentarse electoralmente en una guerra con las comunidades autónomas gobernadas por el PP que está muy lejos de aportar las soluciones que la cuestión necesita. Ya advertimos en esta página el despropósito de que el principal portavoz del Ejecutivo en esta oleada de incendios sea un ministro del perfil de Óscar Puente. Muy al contrario, el rifirrafe aleja la posibilidad de un merecido y casi obligatorio ‘Pacto de Estado por los montes’ que enfoque el problema de un modo integral más allá del cortoplacismo táctico que impone la batalla partidista y del que muy poco se puede esperar. Los montes españoles están condenados a arder sin que se apliquen medidas nuevas, pues el mismo esquema de protección y respuesta al fuego se repite año tras año y cuando es puesto a prueba siempre resulta insuficiente pese al ejemplar esfuerzo de quienes trabajan en las tareas de extinción. Y lo peor es que el problema se agrava a medida que avanzan de manera evidente determinadas realidades que favorecen los incendios. Podemos contar, de un vistazo, el despoblamiento de amplias zonas de la llamada España vacía, el envejecimiento de los ciudadanos que se quedan, o el cese de actividades agrarias tradicionales sepultadas bajo la burocracia y la falta de rentabilidad que les imponen las normas excesivas y los mercados.También influye una desquiciada regulación de los montes desde una mirada netamente urbana, ingenua, desconocedora de la realidad rural que termina siendo dañina, se trata de la típica visión del «ecologista de fin de semana», una subespecie del sabelotodo que al final le convierte en una especialista en generalidades. El campo está gestionado por burócratas desde unos despachos tan lejanos y desconectados del conocimiento que tienen las gentes del ámbito rural que imponen realidades normativas excéntricas que terminan favoreciendo tragedias naturales como las que vemos estos días. Muy al contrario de lo que se piensa desde algunos ámbitos promovidos por la izquierda animalista y un ecologismo mal entendido, la virginidad de lo rural impone más riesgos que beneficios. Un monte no vivido, no trabajado y sucio es un monte condenado a las cenizas. La biodiversidad debe protegerse y debe crecer siempre que este crecimiento no termine por destruirla el día en que un rayo, una chispa y un pirómano arrasen miles de hectáreas y conviertan el terreno en un infierno para los bomberos. Aquí chocan los intereses de la naturaleza con los propios intereses de la naturaleza. Por ejemplo, los agricultores y ganaderos se quejan de que la asfixia regulatoria les impide limpiar los bosques y los campos, y que así se ponen en riesgo. La Ley de Montes permite desbrozar, podar y cortar matorral pero impone plazos y papeleos incompatibles con los ritmos del campo y el esfuerzo de los que quieren trabajar en una tarea, por lo demás, agotadora. La catalogación de espacios protegidos empeora aún más el problema y desprotege inmediatamente esos mismos espacios. La superficie forestal ha crecido en España, pero está más a merced del fuego que nunca. Las comunidades y los ayuntamientos son responsables de mantener un monte limpio pero, por efecto de la despoblación antes mencionada, los recursos y personal de que disponen son claramente insuficientes para la prevención; en el campo se dice que los incendios se apagan en invierno. Cuando llega el fuego, como cuando han sucedido el resto de emergencias –la dana, el apagón, etc.–, cunde la sensación ciudadana de que los medios están cogidos con hilvanes y que no hay una estructura global, ágil y musculada para evitar que el tesoro natural arda año tras año. Dado el fenomenal aumento de la recaudación fiscal del Estado en los últimos años, sería lógico que, además de una relación colaborativa con las regiones, aumentara la inversión central en este campo, lo que fuera para no tener que ver cómo los medios de emergencia y bomberos forestales están condenados a jugarse la vida en situaciones de auténtica penuria. Es indispensable plantear la progresiva profesionalización de los servicios forestales de prevención y emergencia , de tal forma que no sea un trabajo meramente estacional, mal remunerado y con escasa vocación profesional.

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