Los riesgos del veraneo en familia

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Los riesgos del veraneo en familia

Igual lo malo del verano es la familia. O quizá lo malo de la familia es el verano. Léanlo como ustedes quieran. Me sospecho que el verano consta de dos vacaciones, tirando por lo general: o la bondad de la soltería o la debacle con equipaje del familión. Luego está la luna de miel en el Caribe de los recién casados, pero estas páginas son un pliego soleado de naturaleza hispánica, y eso no nos cuadra. Un amigo malvado siempre me resumía de la misma manera las navidades: «Las navidades se pasan bien o en familia». Traigo la anécdota, y de paso, también la navidad, porque me sirven para resumir también estas fechas estivales, que vienen a ser una navidades con incendio y aftersún, a nada que uno se descuide. Bien o en familia, pues igual será que sí. Dicen las encuestas que el verano sirve para saber si los matrimonios se llevan bien o se llevan mal, para saber si merece la pena el matrimonio. Dicen las encuestas que los divorcios crecen, a la vuelta de las vacaciones. Parece que hacen falta una vacaciones para darle el test a la convivencia familiar. No hay como tener un par de semanas de paraíso, a la sombra de la amada, para entender que quizá al paraíso le suele sobrar la amada. O el amado, tampoco nos pongamos machistas. Lo que pasa con la pareja es que se sostiene mientras no vive como tal. A la pareja la viene animando el pluriempleo loco y la telerrosa histérica y cuando llega el ocio y la playa de Tarifa, como ahora, resulta que no se sabe qué hacer con la señora o el señor que lleva al lado. Hablo de lo que cuenta el cronismo de sociología conyugal, pero de mano propia puedo aportar que escribo desde Ibiza y ceno en mesas vecinas a mesas de pareja que se pasan la noche entera tomándose tres platos de menú de mutismo, más postre, sin mayor intimidad que una velita de artesanía y el móvil de trasteo. Se nota enseguida los que están casados. Se nota enseguida que se aburren. Con la tele de por medio se quieren más. Sin tele no hay amor eterno. Espigo aquí las delicias del veraneo de cónyuges, delicias que lo mismo acaban al fin en divorcio, al deshacer las maletas del viaje, pero la cosa se complica cuando a lo anterior le sumamos la participación insalvable de la suegra, la alegría chillona de los hijos, una cuñada que se apunta a última hora, y la mascota de turno, que no para de poner su amenidad de ladrido entre tanta felicidad agitada. Hay gente como para montar una asamblea, pero la asamblea es en rigor un calvario de paella para ocho, medicación para la abuela, sombrilla para una tropa y garantía de ‘todo incluido’ para no salir definitivamente loco. La suegra es causa de divorcio, naturalmente, pero eso ya es otro tema. Me parece más bien heroico que el personal esté ilusionado de que el verano llegue, porque el verano, en familia, es un máster de aguante de la suegra que no se aclimata, de la esposa que no madruga, y de los niños que se ahogan. Resumo lo que me cuentan. Quiero decir que toca ejercer de novio reenamorado, de socorrista improvisado y de enfermero de alguna venerable anciana, que no para de pedir nolotil o sangría, según la edad o la hora. El casado, con la familia a cuestas, más la sombrilla, es un titán que madruga más que el resto del año y acaso hasta trasnocha más, porque hacen falta muchas horas y mucha paciencia para atender a los niños buceadores, a la mamá de mamá, que quiere sopa del pueblo, y a la propia y santa esposa, que está hasta el mismísimo forro del bikini de lo todo anterior, y se entiende. El casado se distingue porque en septiembre, a la vuelta de la merecida escapada estival, va y suelta con suspiro la misma frase: por fin han acabado las vacaciones.

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