Érase una vez un cuarteto gastronómico que cambió la cuchara sopera por el cuchillo jamonero, convirtió en infierno la vida entre fogones y el baño María en baño de sangre. Todo ocurrió una desgraciada mañana de junio, cuando un grupo de vencejos se estrelló contra una tienda de cristal de Baccarat y el Ejecutivo Nacional ordenó el cierre de todas las piscinas para evitar el despilfarro de agua en verano. Fueron días de miseria y estropicio.No contento con semejantes desgracias, el destino hizo llover insecticida sobre la cosecha de tomate rosa aragonés, un eclipse de sol oscureció el ánimo de los barquilleros de la Plaza Mayor de Madrid, una epidemia de langostas acabó con los campos de Lavanda de Brihuega y un reconocido ‘reggaetonero’ anunció su regreso a los escenarios con un nuevo álbum de música evangélica: ‘¡Por los clavos de Cristo!’.El verano pintaba propicio para el despojo y el desuello, que no el resuello, de los reposteros y parrilleros de la Costa Brava. Una nube de pimienta y tabasco avinagró el corazón de los espeteros y las estrellas Michelín acabaron en fugaces. Así llegó la desgracia a Can Vatel, un restaurante cuya especialidad, además de la crema Chantilly, era el pescado cocinado a fuego lento, tan lento, que a veces no llegaba a tiempo a la mesa y los comensales debían regresar al día siguiente para poder disfrutarlo. Dispuestos a renovar la carta e inyectar sangre fresca a su espíritu culinario, el jefe de cocina de Can Vatel y sus tres ayudantes se reunieron aquella mañana junto a las cámaras frigoríficas para repasar el orden del día. La renovación de la carta no podía demorar ni un día más. La selección del vino, también debía de ser una prioridad. Estaban todos muy concentrados en sus asuntos cuando un estruendo de cubiertos sacudió la calma. —¡Putinesca! —gritó el asistente de cocina número uno después de abarrajar una bandeja de cucharillas al suelo— ¡De ahora en adelante, quiero que la sala se llame putinesca!La renovación de la carta no podía demorar ni un día másEl jefe de cocina suspiró, exhausto.—Putanesca, te dije. Pu-ta-nes-ca. No se negociaEl asistente se cruzó de brazos y resopló.—¿Cómo quieres que la llame así, si me has obligado a quitarle las aceitunas? ¡Tú y tu tiranía me han hecho convertir esta pasta en una satrapía! Se hizo un silencio incómodo y bochornoso. Fue tan largo, que sólo consiguió exagerar los nervios de todos. —¡Putinesca! ¡Putinesca! ¡Putinesca! ¡Puti…!¡Paffff!La bofetada fue seca y certera. Con el anillo de su dedo meñique, el jefe de Cocina y chef de Can Vatel hizo saltar por los aires un diente incisivo de su ayudante de cocina que, aun así, siguió gritando, esta vez con peor dicción.—¡Puinesca! ¡Puinesca! Un chorretón de baba sanguinolenta le cubrió la chaquetilla.¡Paffff!Una nueva bofetada le aflojó un molar.—¿Ahora sí te vas a callar? —el jefe de cocina hacía movimientos circulares con la muñeca.El ayudante herido asintió, entre sollozos.—Una vez resuelto este malentendido, retomemos el asunto de la nueva carta.—Señor —interrumpió el ayudante de cocina número dos—, yo quisiera comentar… —¿Tiene que ser ahora? —inquirió el chef del Vatel.—Sí, chef. Urge.El jefe de cocina suspiró, con desdén.—Adelante…—La expresión cama de patatas no está a la altura de su cocina, señor. Si me permite, sugiero ‘lecho’ —carraspeó—. Es más elegante. —Estoy de acuerdo con la propuesta —el chef se miró las uñas— ¿algo más?—No, su eminencia.El cocinero recibió un mazazo en la nuca y cayó al suelo en el actoTras un largo y profundo suspiro, el chef recorrió a sus discípulos con la mirada. Se detuvo en el lesionado. —¿Te encuentras mejor, hijo?Asintió, entre sollozos.—Bien —prosiguió el maestro— Os he convocado aquí no porque quiera una nueva carta, tampoco porque me interese vuestra opinión.Hizo una pausa dramática.—Os he reunido aquí para pedir que me matéis. Silencio absoluto.—¿Es que no me habéis entendido o qué?Se miraron, aterrados.—Os he reunido porque quiero que me matéis. ¡Aquí y ahora!—Pero maestro, ¿qué haremos sin vuestra guía? —objetó el primero.—¿Quién firmará mi carta de recomendación? —siguió el segundo.—’Eñor —agregó el desdentado, negando con la cabeza— ‘O quero cárcel’—No temas, no temáis ninguno, dejaré por escrita mi voluntad de ser asesinado.—¡Nos somos asesinos! —bramaron al unísono.—¡Sois mis asistentes y haréis lo que yo os ordene! ¡Soy un Dios caprichoso y creativo y he dicho que deseo morir! ¡Pero hay algo más!Una nueva pausa teatral.—¿Qué, maestro? ¡¿Qué?! —preguntaron, histéricos. — Tendréis que cocinarme y servirme a los comensales de Can Vatel como el plato estrella de la nueva carta.Los aprendices se miraron, sin dar crédito.—¿Quién se anima? ¿Ninguno acaso? ¿No soy digno de vuestro odio? ¿Es esto lo que he formado durante años, una pandilla de cobardes?Más silencio.—¡Con cobardes como vosotros ni quiero ni puedo trabajar! ¡Fuera de mi vista! ¡Fuera!Se dio la vuelta, para dar un golpe de efecto. Pero nada. El cocinero recibió un mazazo en la nuca y cayó al suelo en el acto. El infierno en Can Vatel había comenzado . (Continuará)
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