Contra el verano

Home People Contra el verano
Contra el verano

Siempre que me preguntan me veo obligado a aclarar que lo que odio con todas mis fuerzas no es el verano sino mi verano. No es la estación en sí misma sino el verano como concepto vital, físico, casi literario. Yo comprendo que el que ha tenido la suerte de nacer en Fuenterrabía, en Foz o en La Toja lo tiene más fácil, pero qué le voy a hacer si yo no nací en el Mediterráneo ni mi niñez juega en ninguna playa ni escondido tras las cañas duerme mi primer amor ni llevo su luz y su olor por donde quiera que vaya. A un tipo de Castilla el Mediterráneo le pilla lejos, no solo en lo físico sino, sobre todo, en lo afectivo. Lo respeto, por supuesto. Y el verano aquí dura los mismos tres meses que en el resto del mundo. Pero esa cultura del verano turístico, con paellas, playas y guiris me resulta tan ajena como la de los franceses o los portugueses. Mi cultura es otra. En el verano de Tierra de Campos no hay noches bucólicas ni verbenas de colorines ni turistas con mejillas sonrosadas. Solo hay cielos malvas, ojeras negras y las noches frías del desierto. Mi verano es el de la estampida de los amigos y las mujeres, el del calor terrible, el de la espera infinita entre el trigo seco y un terrible olor a asfalto. Tiene algo de Western, de miedo y de huida. Diría que el verano es lo que equidista entre la felicidad de los últimos días de junio –la expectativa de la alegría– y la elegancia de las primeras lluvias de septiembre, cuando el dorado de los rostros de las mujeres se vuelve cobrizo y el azul marino de sus chaquetas explota de nuevo, para felicidad de los hombres serios que no necesitamos ni aventuras ni interludios para poder dormir tranquilos. Esa cultura del verano turístico, con paellas, playas y guiris me resulta tan ajena como la de los franceses o los portuguesesYa me he cansado de desprestigiar la estación en sí misma, que cada uno soporte esta vulgaridad como pueda. Allá cada uno con sus chancletas con la bandera de Brasil, sus mosquitos zancudos, sus cáscaras de sandía y su cerveza con gaseosa. Me voy a limitar al desgaste psicológico que suponen dos meses de idas y venidas. Para un hombre divorciado el verano se reduce a quincenas en las que echar de menos a sus hijos y quincenas en las que echarlos de más. Admiro esas familias felices que comparten mansiones en Puente Viesgo, en el Valle del Pas o en Llanes. Recuerdo mis veranos en Comillas, en Suances y en Portonovo, cuando todo el mundo llamaba Sangenjo a Sangenjo. Mi primera infancia en Chipiona o en Isla Cristina, esperando a que mi padre viniera a vernos desde Triana. Lo recuerdo con cariño y con nostalgia. Pero de aquello hace tanto tiempo que no soy capaz de encontrar la línea de puntos que nos une. Y el verano se reduce ahora a una época estéticamente abominable en la que trabajar igual que el resto del año, pero sin sus ventajas, es decir, la bendita rutina, los amigos y el maravilloso sonido de los coches sobre los charcos de la Gran Vía en una vulgar tarde de otoño.Llega el verano como llega la muerte. Te avisa, te hace señas y te recuerda que estás más solo de lo que pensabas. Cada año es más duro y, para defenderme, solo se me ocurre irme a Nueva York a fingir que nada de esto ha sucedido, que todavía queda algo de elegancia y que es cuestión de tiempo que todo vuelva a la normalidad lejos de merluzas con anisakis, ensaladillas con salmonela y hombres con camisas hawaianas. Que no me gusta, vaya.

Leave a Reply

Your email address will not be published.